Un karma con los robots

octubre 1, 2010

Nunca me llevé bien con los robots, son demasiado fríos. Como un aire acondicionado en verano o como un ventilador en primavera. Me doy cuenta que estamos en primavera cuando enciendo el ventilador, suelo acercármele y hablar. A veces me responde y su voz suena como la de un humano. Recuerdo cuando me contó acerca de George García, su primo, un ventilador de techo que durante otoño e invierno se transformaba en humano. La primera vez que ví a George me dijo: «Ulises tienes que irte a República Checa». Entonces no tuve más remedio, me subí a una de sus aletas y tras varias vueltas y claqueteos llegué a las tierras de Kafka.

Clima de playa. George Garcia bailando rap luego del episodio kafkiano.

Al principio tuve miedo, me costó acostumbrarme a usar una serpiente de bufanda, pero era eso o convertirme en bicho. Todo hubiesemos elegido a la serpiente. Todos menos George García, que en República Checa era siempre humano, por el clima, o por los habitantes, no lo sé. Lo que más recuerdo de George era su olor a aceitunas. Aquella noche su aroma era tan penetrante que tuvimos que abandonar la habitación que compartíamos en casa de Chardonay Sussana y salir a buscar otro cobijo.

Cuando llegamos al centro de Praga, pasando la Avenuda Vizketz, encontramos el salón de té donde finalmente pasaríamos el resto de nuestros días en la capital checa. Todos allí eran robots, los había de todos los colores y todas las formas, estaban por todos lados, jamás callaban. Tampoco dormían, eran eternos, no morían ni nacían. Siempre pensé que era inútiles hasta que conocí a El Hipnotizador. Algo lo hacía diferente del resto, no solo el nombre; eran sus ojos, El Hipnotizador cuando miraba veía adentro de tu alma, podía robártela por un rato y llevarla de paseo a otras galaxias, sus galaxias. Frente a él eramos, efectivamente, seres duales.

La noche en cuestión, George Garcia cayó bajo sus poderes y por eso es que fue a desafiar a los cocodrilos. Cuando despertó no recordaba nada, pero después de esa noche no volvió a ser el mismo, allí murió el viejo George y nacio el nuevo, de piel morena y acento cubano. Había soñado que conocía a un amigo, un amigo que más tarde conocía a un amigo que lo había soñado. Y ese amigo era nada más y nada menos que David Bowie. No se si sabían tíos, pero yo le pinté el rayo en la cara por primera vez. Recuerdo que ese dia David estaba muy simpático, pasamos toda la noche tomando ácido y dibujando figuras geométricas en la pared de su cocina. También compusimos una canción, una canción eterna, sin principio ni fin, y con voz suave hablábamos de crecer. Como un oceano de limonada. Pero esto no viene al caso, el caso es que nunca me llevé bien con los robots y creo que acabo de dejar bien en claro por qué.